Lloré. El oráculo me miró con pena, pero también con severidad.
Lo había esperado con ansias y él no tenía para aconsejarme más que lugares comunes tales como “las cosas se hacen haciéndolas” o “todo tiene su proceso”. Yo quería un manual de instrucciones para mi supervivencia.
Quería premoniciones, horóscopos.
Quería una guía práctica para amar, para escribir, para resistir.
Una fórmula exacta para llegar adonde quiero llegar, que tampoco sé dónde es. Mis ventanas son muchas y siempre están todas abiertas.
Recordé eso que escribió Edouard Levé: “Empiezo más de lo que termino”.
El oráculo dijo, con toda razón, que si yo no sabía adónde quería llegar, él tampoco lo sabría.
-Quiero escribir, pero no sé qué decir y tampoco sé qué pensar y entonces divago.
-Divagá entonces. Perdete, pero perdete en vos, no en los demás. Buscá adentro, no afuera. Escuchá tu respiración, sentí tus pies tocar un suelo frío, llorá pero con verdad, no con lástima de vos misma. Andate a dormir envuelta en contradicciones y despertate con mal gusto en la boca. Entregate al desamor un rato y soportá que tantas veces no te hayan querido como lo hubieras deseado. Venerá tus virtudes y coqueteá con la soberbia. Sé arrogante para después sentirte miserable hasta ser arrogante otra vez. Nadá hacia la profundidad real de los sentidos. Hacete las preguntas imposibles, cuestionate, desconfiá de la primera impresión de las cosas, indagá los lados B. Y entonces, escribí.
-Pero, ¿sobre qué?
-Escribí. Tan sólo escribí.
Escribí sobre un lugar. Elegí un lugar y escribí sobre ese lugar, sobre cómo podemos enamorarnos más allá de las personas, sobre cómo pudiste enamorarte de un río, un mar turquesa, un cerro cordillerano, una planta silvestre que se multiplica a los costados de una ruta por la que viajabas tan triste. Escribí sobre llorar, o escribí llorando, da igual, o mejor dicho, no, no da igual, pero podés hacer ambas. Escribí sobre los miedos, el pánico, el terror, el espanto, ninguno es parecido entre sí. Escribí sobre algo escatológico, sobre los vómitos, sobre cómo provocarte el vómito es una sensación parecida a morirse. Escribí acerca de cómo una persona puede inspirarte tanto. Escribí sobre el ocio, el hastío, la mediocridad. Escribí sobre la llamada telefónica en mitad de la madrugada que definió tu relación con la muerte. Escribí sobre la muerte. Escribí sobre el amor, el romance, el deseo. Escribí sobre la ironía, o escribí con ironía, o ambas. Escribí sobre lo infinita que es la sed. Escribí sobre las barras de los bares, en ambos sentidos. Escribí sobre cómo tantas veces el miedo ocupa el lugar del amor. Escribí poesía como planearías una venganza. Escribí sobre lo deprimente que es el turismo y los turistas, y que vale la pena trabajar los domingos para llorar los lunes. Escribí sobre cómo la envidia puede ser una erosión estomacal, un calambre en los labios, un hilo de baba en las comisuras que no se seca nunca. Escribí qué sucedería si nunca aprendieras a olvidar. Escribí sobre aquel verano en el que te sometiste a la quietud de un cerro porque sólo así podrías volver a moverte. Escribí sobre una procesión pagana, sobre miles de personas entrando en fila, sobre sus rodillas, en un templo de pueblo. Escribí sobre cómo llegaste a aburrirte de un cuerpo que llevabas años recorriendo. Escribí sobre ese momento de desamor, en el que ninguna persona te mueve ni duele. Escribí sobre toda la flora y fauna que hay dentro de vos y cómo tu corazón sigue siendo un biólogo inexperto que no sabe curarles si se enferman. Escribí sobre el tiempo que se tarda hasta que realmente empezás a escribir. Escribí sobre el terrorismo amoroso, esa amenaza de que el amor será un kamikaze explotando dentro de tus vísceras, que habrá una sola víctima fatal y serás vos. Escribí sobre cómo a veces no nos sale llorar, aunque nuestros ojos se vean leucémicos. Escribí como un mantra. Escribí sobre cómo las manos, ajadas, no pueden ocultar la edad y denuncian los años que llevamos respirando. Escribí sobre el deseo ardiente que sentiste por tantas mujeres. Escribí sobre los pueblos de frontera, lúgubres y ruidosos, con olor a frito y a animal muerto. Escribí sobre cómo somos capaces de perder la sorpresa ante la belleza cuando se hace cotidiana. Escribí sobre cómo el alcohol mata todo lo vivo: los celos, la envidia, la rabia. Escribí sobre todo esto, pero si aún así no te sale, entonces escribí sobre cómo ser tu propio oráculo que te dirá qué escribir.
Una vez estuve a punto de casarme y la canción con la que íbamos a entrar a la fiesta informal que planeábamos hacer era esta:
Habíamos elegido esa canción porque dice “I swear I recongnize your breathe”.
Una vez conocí a un tipo con el que me hubiera casado borracha en Las Vegas. Si hubiera tenido dinero, lo habría invitado a casarse conmigo en Las Vegas, borrachos los dos. Luego transitaríamos un divorcio escandaloso.
Fantasías.
Hoy escribí una poesía, lavé ropa a mano, bailé en mi cocina.
Bailar es lo más parecido a llorar que conozco.
nos quedó lo espeso lo púrpura los destellos sólo perceptibles en las madrugadas en las respiraciones entrecortadas (son el eco nuestro que guardaron las montañas) (son los silencios aturdidos de las mañanas en que nos hacíamos invisibles)
nos quedó un río de cuya sangre nunca bebimos
nos quedó mi bondad que no es buena para nada
nos quedó la sombra de los pasos que dimos rozándonos los huesos aún tibios
nos quedó el hueco un otoño la palabra mustia que casi dijimos
nos quedó el miedo
nos quedó un querer desordenado e inoportuno
quizás fue que mi boca debía hacer mucha fuerza para alcanzar la tuya
nos quedó la poesía que lloran mis manos ansiando el océano
Me tropiezo en la calle a menudo. A veces me pongo seria porque en realidad quiero llorar pero me da vergüenza. No me gustan mis pies. He besado a muchos, muchos hombres. Cuando veo un perro hablo como imagino que hablan los perros. Solía llorar mucho, muy seguido. Huelo la comida antes de llevarla a mi boca. Desde que me besé con alguien la primera vez siento ansiedad todo el tiempo. Les turistas me deprimen. Me gusta coger por la mañana. Los caballos me dan miedo. Cuando le doy la primera pitada a un tabaco me angustio. Puedo decir “tener sexo” en lugar de “coger”. Las uñas de mis pulgares son deformes porque me como la piel de los dedos. A veces tengo mal aliento. Lloro poco. Las bandas tributo me deprimen. Jamás digo “hacer el amor” porque me da asco. Soy vegetariana y no extraño comer carne pero extraño mucho la satisfacción de desear, por ejemplo, un sándwich de vacío. Deseo con todo mi corazón ser escritora. El frío me da ganas de suicidarme. Cuando conocí a mi último novio pensé que tal vez era gay. Me distraigo con facilidad. Me gusta tomarme fotos cuando lloro. Sudo poco. Me gusta el término “follar” por eso cumplí mi sueño de cogerme a un español. El único signo del zodíaco en el que creo es Virgo, porque es el mío. El español que me cogí en realidad era catalán. Guardo muchos secretos. Nunca tuve una tarjeta de crédito. Estoy enamorada. Los diminutivos me suenan a pedofilia. Me gustan las películas basadas en hechos reales. Me gustaría ser más cínica. Suelo silenciar a gente en las redes sociales. Me pregunto a menudo a qué se dedicaron las profesoras de mecanografía. Fantaseo con que alguien me mire mientras tengo sexo. Me descompone cada vez que alguien habla de libertaries para referirse a personas de extrema derecha. Ir a la peluquería me da culpa. En algún momento del día necesito estar en posición horizontal. Soy consciente de lo que molesta el lenguaje inclusivo y lo uso por eso, porque molesta. Durante mucho tiempo estuve convencida de que sería famosa. No entiendo portugués y cada vez que escucho a alguien hablarlo imagino que está diciendo algo gracioso o festivo, aún cuando sea Bolsonaro amenazando con matar a alguien. Cuando leo un libro en otro idioma pienso todo el tiempo en la persona que lo tradujo. Durante muchos años, al pasar por un negocio de la calle Florida en Buenos Aires, leí la frase “de todo laberinto se sale por arriba” y la fui interpretando en distintos momentos de mi vida, de acuerdo a lo que me convenía. Sé el número exacto de la cantidad de hombres con los que estado y es de tres cifras. El libro que escribió Édouard Levé es el libro que yo hubiera deseado escribir.
Hoy hablaste de un ex durante todo el almuerzo. Ahora estás sola, el sol se fue, la casa está a oscuras y te da pereza ir hasta el interruptor. Escuchás una música instrumental de guitarras en Youtube porque también te dio pereza buscar algo más inspirador. Es uno de esos días en que podrías comer una de esas sopas que vienen en vaso de telgopor con gusto a piedra y olor a nafta, tomar agua de la manguera del patio y fumar un cigarrillo Chesterfield que quedó de la década pasada en un rincón de algún mueble. Pero vivís en una casa recién estrenada, que no tiene más historia que una simbólica y que no te pertenece. Tu único mueble es nuevo, apenas ayer lo ubicaste al lado de la ventana de tu cuarto, después de pasar el fin de semana dándole una mano de pintura.
Tu ex también es de la década pasada. De otra ciudad, de otra época en la que eras menos feliz pero más joven. Una vez bailaste con él en una fiesta y te sentiste deseada. Tenías puesto un short violeta diminuto, unos tacos altos y unos aros argollas enormes. Un estilo completamente ajeno al tuyo pero que esa noche te sentaba bien. Él estaba ahí con vos y tus amigas, que eran un poco sus amigas, y él te besaba en público, algo que sucedía poco. En general se veían en tu casa o en la de él de madrugada y sólo para tener sexo. Muy buen sexo. Él nunca se quedaba a dormir en tu casa pero en la suya algunas veces te despertaba con un desayuno. En realidad eso pasó en los inicios porque luego te empezó a llamar un taxi a las cuatro o a las cinco de la mañana. Te daba tanto odio que más de una vez deseaste volver caminando a tu casa y que te sucediera algo malo para que a él le remordiera la conciencia. Querías dormir con él más que cualquier otra cosa en el mundo. Y él no. Querías que él te quisiera. Pero él no te quería. Y si alguien tenía que apuñalarte en la calle para que él te amara -aunque fuera por culpa-, el plan te cerraba.
Estabas equivocada. Acababas de terminar una relación larga en la que habías estado a punto de casarte y ser infeliz para siempre y no sabías nada de romances y escarceos. Todo era amor romántico o muerte. Todo tenía que ser para siempre, aunque durara dos meses o una noche. Todos tenían que ser el futuro padre de tus hijos. Todos tenían que ser el novio que presentarías a tu madre. Todos tenían que ser el hombre que se llevaría bien con tus amigas. Todos tenían que ser el esposo que te regalaría un cachorro para una navidad y haría un asado para las dos familias, la tuya y la de él, que se reunirían una vez al mes en tu casa con jardín. Todos tenían que ser todo, a pesar de todo.
Hoy estás soltera, sos vegetariana, no querés ser madre, deseás adoptar un gato -negro- porque un perro demanda mucha atención y buscás a tu ex en Facebook. Está lindo y sexy y sentís por dentro el mismo odio que cuando te llamaba un taxi a la madrugada. Por lo que ves cumplió muchos de sus deseos, se dedica a lo que quería y sigue siendo amigo de tus amigas, por lo menos en Facebook. No vas a preguntarles a ellas por él. De todos modos, vive lejos, en aquella ciudad que fue la tuya, y hay una pandemia que te impediría viajar. Te preguntás si seguís deseándolo porque sigue siendo atractivo o porque fue uno de los dos hombres que te dejaron en toda tu vida. Eso descubriste hace poco: nunca te dejan, siempre vos tomás la decisión. El otro que te dejó es más antiguo en tu historia. Ya lo has buscado en Facebook y está lleno de hijos, separado y completamente calvo. Además es agrónomo y seguro está a favor de los agrotóxicos.
Pero ahora dudás si mandarle un mensaje a ese ex del que hablaste durante todo el almuerzo y que en este momento ves en una foto sonriendo en Macchu Picchu. Recordás que una vez desde Puno, al sur de Perú, cuando andabas de viaje, le mandaste un correo que nunca respondió en el que le contabas que te habías acordado de él por unos murales en la ciudad de Lima, que eras feliz y que eso ya era un montón.
“Hola, ¿cómo andás? Yo bien, menos feliz que en mi último correo que nunca respondiste, pero bien. A pesar del encierro, la pandemia, el control social del Estado, la desidia y la injusticia de este mundo, ando bien. Estoy por cumplir 40 pero todavía puedo ponerme ese short violeta y los tacos que usé esa noche en que me dijiste que era la mejor actriz del mundo, y la más linda. Vos estás bastante bien, te estolqueé en Facebook. Cuando pase la cuarentena viajaré a Buenos Aires, ¿te parece que nos veamos? No tengo problema si es de madrugada y si después de coger me llamás un taxi. Ya no creo más en el amor. Saludos”
Apretás enviar. Y te levantás de la silla a prender la luz.
mido mi mediocridad con ganas de verle pegar el estirón.
deseo vomitar y apenas me llegan unas arcadas tristes.
deseo sacar de mí los escombros pero dentro de mí hay un estado de sitio.
deseo sacar mis escombros a la calle y que se los lleven los del municipio o algún vagabundo que pudiera con mis escombros construirse un refugio soviético con detalles en el cielorraso.
afilo mi negación.
soy una pregunta.
tengo una colección de fotos y recuerdos de lugares remotos que ahora no me sirven para nada.
sueño con pisar vidrios molidos.
¿qué día es hoy?
ahora que soy apenas minucias un montón de silencio esta asfixia de madrugada una venganza pasada de moda
“Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de lo que son, sino también los grandes espacios que hay al lado.” Fernado Pessoa. El libro del desasosiego.
Domingo 17 de noviembre de 2019. cumpleaños de mi amiga Vito.
Afuera hay sol y algunas ráfagas bebés que pueden llegar a la adultez en cuestión de horas o morir apenas infantes, no se sabe. mi sobrino de ocho años dijo hoy, luego de desayunar, que había soñado con el vacío, que era algo que sentía como el fin del mundo. además de hacerme ilusión que tenga de aquí en más algo de lucidez depresiva, deseé también que se dedique a la filosofía. le prometí que le mostraría a Filosoflow, un rapero que conocí en México, en un festival zapatista, y que podría cautivarlo porque si hay algo que mi sobrino hace desde que empezó a hablar es rapear.
Yo soñé que me besaba con un hombre que no me gusta. es un hombre de la vida real, de cierta esfera pública. es un hombre grande, por ende, me sorprendía en el sueño que no supiera besar. hacía unos movimientos rápidos y extraños con la lengua, muy en la puerta del beso, del choque de labios. me desilusionaba porque yo había tenido la intención de besarlo porque me gustaba de veras, como me ha sucedido siempre. nunca besé a alguien sin que me gustara, aunque ese sentimiento durara cinco minutos. antes habíamos estado en una fiesta en la misma casona en la que estábamos hospedados por esos días junto a nuestras parejas, que no estoy segura si eran de la vida real.
Ahora que vuelvo a estar de este lado, el del despertar y saber que el mundo sigue igual, que alrededor está todo putrefacto, pienso en este hombre con asco. nada del sueño se perpetúa en mi piel que está tan apática en los últimos tiempos.
Hace un par de noches, un muchacho que vino a ver una de las obras de teatro en las que actúo me preguntó porque siempre hacía personajes de “loca”. evitando abordar la discusión acerca de qué consideraría él como locura y ahí nomás asestarle en el lado izquierdo del pecho nociones de neurodiversidad, decidí confesarle que había sido azaroso y que en la vida real yo era bastante depresiva. se rió y también yo lo hice, porque me seduce eso que oscila entre la verdad y la falacia. el humor negro me parece sexy y la mera idea de que no hay nada de lo que no podamos reírnos en este mundo horrible me permite vivir, ni más ni menos.
Reír con congoja.
Reír con la certeza de que es una risa de subsistencia.
Reír mientras las nubes siguen tapando el sol y el gas de las lacrimógenas del país de al lado nos rozan la nariz.
Reír mientras la sangre del pueblo de arriba nos salpica la ropa recién lavada.
Reír mientras el silencio fronteras para adentro nos explota los tímpanos.
Reír mientras metemos votos en las urnas y después ensayamos cómo iremos a comprar asado y le sacamos punta a la tarjeta que pagará el bronceado brasileño (aunque la arenga en Facebook en contra de Bolsonaro la sostenemos siempre, no vaya a ser cosa).
Reír mientras en una semana, siete días, así de corto el tiempo, mataron a siete mujeres por serlo nomás pero a seguir debatiendo que si las tetas de Mon Laferte, que si el presidente electo es feministo o no, que a ver si este año los millonarios parásitos del Congreso nos aprueban los derechos.
Reír porque nuestro redentor va a ser un payaso que fue maltratado de chico y la culpa de todo la tuvo su mamá adoptiva que lo maltrató o permitió que lo maltrataran, o su mamá biológica que lo abandonó. lo que está claro es que la culpa -al menos como desencadenante- fue de la madre.
Reír para que al menos tengamos la tranquilidad de que al velarnos no nos quedará ese rictus amargo en la cara y aún después de muert*s sigamos siendo condescendientes en sociedad.
Feliz domingo.
(está claro que vi Jocker. maravillada por la actuación de Phoenix, lamentablemente no pude asimilar muy bien la ficción cuando apenas en la función anterior en la misma sala de cine había asistido a ver “Quién mató a mi hermano”, el documental sobre la desaparición y posterior descubrimiento de asesinato de Luciano Arruga, el pibe de La Matanza al que torturó y mató la Bonaerense. la realidad siempre le lleva ventaja a la ficción.)
desperté en una cama que no es la mía, sostenida por unas garras dubitativas de alguien que me ama. mientras, pendulo entre el deber y el hacer, entre el cumplir y el disfrutar, entre vibrar y sufrir.
antes, durante la luna, nuestros cuerpos, el de quien me ama y el mío, emergieron como sobrevivientes de una isquemia afanosa. ¿cómo llamamos a lo que es Alzheimer pero del cuerpo? nuestros ritos no habían muerto. ¿no hay, entonces, eutanasia para el deseo? ¿no era esta la posguerra?
sin embargo, ya no soy la misma.
también yo amé a ese que me ama y golpeando contra paredes de viento le confesé tiempo atrás que no había nada más real que su piel y su poesía.
sin embargo, ya no soy la misma.
habito mis días en silencio, me acaricio mi propia piel y escribo mis versos sin bastones. me envuelve en algún rato ocioso su cuerpo como me envuelven otros cuerpos, como me envuelven mis manos durante la noche.
no. ya no soy la misma.ya no amo más que a la luna amarilla de algunos cielos, al candor del alimento cotidiano, a mis ojos que todo lo buscan.